Recuerdo cuando jugábamos en
la calle los partidos de futbol, en donde el partido se paraba cuando se
aproximaba un coche. Una vez trasponía la última portería, se reemprendía el
partido, que duraba hasta que uno de los equipos llegaba a un número determinado de
goles y nada tenía que ver con el tiempo que se necesitara para ello. En verano la vida se desarrollaba en la calle. La gente mayor estaba sentada en la puerta de su casa, donde charlaban y llegado el momento
cenaban. En algunas casas se aproximaba el televisor
hasta la puerta o alguna ventana para verlo desde la calle. Después de los postres, se
arremolinaban los vecinos para ver alguna película o alguna serie, como El Gran
Chaparral, El Santo, El Fugitivo o Ironside.
Los pequeños no parábamos ni para cenar. Tu madre te localizaba o te lanzaba un grito que oía todo el barrio,
te recogía, te zarandeaba, te revisaba, te daba órdenes... Recogíamos el
bocadillo y salíamos corriendo otra vez. La
calle era nuestra, de la gente del barrio. Los niños tomábamos la calle y, cuando un coche pasaba más rápido de lo que aconsejaba el sentido común, toda la
calle era una algarabía en forma de ola formada por los gritos de las personas
que ocupaban la calle. Los coches
siempre iban demasiado rápido para el tempo de vida del barrio. La calle era de las personas que la vivían,
eran el epicentro de la vida cotidiana y también de la infancia y los jóvenes. Los desplazamientos hasta la escuela eran
socializadores entre los niños y niñas de distintos barrios y una manera de
ampliar las opciones de lugares de juegos. Los niños que iniciábamos la escuela con cinco
años nos agrupábamos con los otros niños mayores del barrio, por encomienda
del conjunto de madres, y nos desplazábamos unos dos kilómetros que algunos
(los menos) los hacían en bicicleta, la mayoría andando. De este recorrido guardo los mejores recuerdos
de la escuela básica, de lo que pasaba en el interior del aula son los menos.
En mis años de infancia, allá
por los años sesenta, el camino escolar tenía una vertiente educativa en cuanto a las pautas de movilidad y
adquisición de mayores grados de autonomía que resultaba enormemente
instructivo y que se realizaba de forma autónoma. Comparando este pequeño
relato de las cuestiones relacionados con los desplazamientos de la infancia
hasta la escuela y la vida en la calle en los años sesenta en nuestro pueblo con lo que sucede ahora, tengo la sensación que hemos perdido la calle. Para
esto, entre otras cosas, ha sido necesario que un montón de políticos pasaran
por el Ayuntamiento; que con estos estén de acuerdo la mayoría de las personas
adultas que podían votar; que se realizaran varios planes de accesibilidad,
movilidad y viales no motorizados; que en estos se gaste un montón de dinero y que no se ponga en marcha ninguno de forma ordenada; que hayan realicen un montón de discursos
sociales vacíos de contenido... Ha sido necesario tomar muchas medidas para conseguir quitar la calle
a las personas que las habitan. La dignidad de la vida humana no estaba
prevista en el plan de globalización, en el de movilidad tampoco.
Con un discurso que por una
parte, dice que ha depositado en la infancia y en la juventud todas nuestras esperanzas y por otra, actúa en sentido contrario: se ha construido una ciudad
que los ha echado de las calles. Se ha
construido una ciudad que cuando la juventud ocupa la calle se convierte en un
problema, estorban, son una amenaza. Se
preserva a los niños teniéndolos en cautividad porque la calle se considera
peligrosa, protegiéndolos de todo mal. Los adultos salvaguardan a estos de las
amenazas que los acechan en la calle mediante la sobreprotección y generando
unos espacios adecuados (un mundo) para ellos, a su medida. Estos espacios
acotados generados por los adultos y según lo que creen que precisan los
más jóvenes representan una mezcla de protección a ultranza y una pérdida de libertad para los niños. Incoherente, la verdad.
No es una tarea sencilla,
pero deberíamos volver a recuperar las calles para las personas y el camino a la
escuela para los niños. La manera de lograrlo es empezar por nuestras
experiencias, tomando iniciativas para cambiar de este modo a otro más
humanizado, más peatonal, más ciclista, con más autonomía para la infancia, la
juventud y la gente mayor, para poder vivirlas como parte de la movilidad
sostenible. Es necesario cambiar las políticas y las actuaciones dirigidas a
reducir la dependencia y el protagonismo de medios de transporte motorizados.
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