"La paradoja de las infraestructuras” hace referencia a la curiosa contradicción que surge cuando los administradores públicos detectan que una infraestructura de transporte, como una autopista, carretera o calle, tiende a saturarse por el uso, y deciden aprobar inversiones para ampliarla. El resultado, en todos los casos, termina por ser un nivel de colapso aún mayor, como ya han comprobado en numerosos casos, incluido el del mayor atasco del mundo jamás registrado, debido al efecto llamada de esas infraestructuras y al incentivo que suponen para seguir recurriendo al uso del vehículo particular.
La consecuencia es que un número cada vez mayor de administraciones optan por la aproximación contraria: aunque resulte aparentemente paradójico, es mucho mejor responder al colapso de las infraestructuras de transporte con inversiones no destinadas a incrementar la capacidad de esas infraestructuras, sino justo al revés, a reducirlas. Así lo están planificando y llevando a cabo ya ciudades como San Francisco, Londres o Ciudad de México, caracterizadas por importantes problemas de tráfico, que han decidido recortar espacios destinados al aparcamiento como forma de desincentivar el uso del vehículo privado. Lógicamente, no tener donde dejar el vehículo una vez alcanzado el punto de destino supone un inconveniente importante, que lleva a que muchos usuarios se planteen utilizar otros medios de transporte, como demuestra el hecho de que una de las medidas habituales de reducción del tráfico en situaciones de elevada contaminación sea precisamente la restricción del aparcamiento.
La idea de que la solución a un problema pueda estar no en incrementar las inversiones para aumentar la capacidad, sino precisamente en lo contrario, en reducir dicha capacidad, puede sonar paradójica, pero es un reflejo claro y evidente de la insostenibilidad del planteamiento actual. Ampliar los accesos a las ciudades, construir más carreteras, más autopistas y más vías de circunvalación tiene como resultado que más personas se planteen seguir utilizando su automóvil, y que esas vías alcancen una situación de colapso cada vez mayor. La llamada “paradoja de las infraestructuras” es cada vez más conocida entre los estudiosos del tráfico y de las soluciones de transporte, y se configura como la clave del futuro en un número de casos cada vez mayor. Londres, en muchos sentidos, es el extremo: entrar en la ciudad con un vehículo particular no eléctrico supone no solo el pago de un peaje importante, sino además, un problema a la hora de plantearse donde aparcarlo si no se cuenta con un garaje: el espacio de aparcamiento se ha reducido en nada menos que un 40% desde el cambio de la normativa en el año 2004. ¿Alguien se atreve a imaginarse Madrid con un 40% menos de espacio de aparcamiento? ¿Y con calles mucho más amplias y despejadas en las que los vehículos aparcados no monopolizan ese espacio público para un uso privado?
El legado correcto de un gestor público a día de hoy no es una ciudad con avenidas más anchas y accesos con más carriles, sino todo lo contrario: una ciudad en la que el uso del vehículo privado esté tan desincentivado, que solo se lleve a cabo en ocasiones excepcionales, mientras el grueso de los desplazamientos tenga lugar en otro tipo de soluciones más eficientes. En infraestructuras de transporte, menos es más. Sin duda, debemos plantearnos otro tipo de ciudades. Más verdes, más sostenibles, y no diseñadas para el automóvil, sino para las personas. Cuando el problema es la sostenibilidad y la salud de las personas, la comodidad de llegar y aparcar en la puerta debe pasar a un segundo plano.
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